Al gran tucumano Nicolás Avellaneda le tocó una niñez dolorosa y difícil. Había nacido en 1836. Dos días antes de que cumpliera los seis años, su padre, Marco Manuel de Avellaneda, fue degollado en Metán por orden del general Manuel Oribe. Así, le había costado la vida su papel protagónico en la Liga del Norte contra Rosas, derrotada semanas atrás en la batalla de Famaillá.
Era Nicolás el mayor de cinco hermanos: Marco, Manuel, Eudoro y una beba, Isabel Juliana, que tenía tres meses en aquel momento. La tragedia de Metán hizo que la madre, doña Dolores Silva de Avellaneda, partiera a caballo, con sus hijos y sus suegros, rumbo a Bolivia para ponerse a salvo.
Debieron soportar penosas sendas de montaña. Según la tradición, la atribulada señora se hallaba no sólo desconsolada por la viudez, sino también débil en extremo. Tanto, que no notaba que se le caían los zapatos. Y como si algo faltara, debió afrontar todavía una nueva tragedia: la pequeña Isabel Juliana murió durante el viaje.
Llegados a tierra boliviana, resolvieron quedarse en Tupiza. Los animaron a hacerlo algunos amigos tucumanos, como el ex gobernador José Frías, que allí residía exiliado desde una década atrás.
En Tupiza
Muchos años más tarde, en una de sus últimas y mejores páginas, Avellaneda evocaría los días altoperuanos.
Decía que en Tupiza se encontraron dos tipos de exiliados. Estaban los que, como Frías, habían dejado Tucumán y el norte tras la victoria de Facundo Quiroga en La Ciudadela, en 1831. Y también los que ahora venían, luego del contraste de Famaillá. Ambas emigraciones, escribía, “se juntaron en los pueblos de Bolivia para asociarse en su miseria, confundiendo al mismo tiempo sus lamentaciones y sus quejas. Los unos hablaban de Oribe, y respondían los otros describiendo a Quiroga”…
Nicolás escuchaba las conversaciones de los mayores. Esto porque “la casa del emigrado es estrecha y no hay lugar separado para los niños. Todo se habla, se hace, se dice en su presencia. Tienen el derecho de intervenir en la plática más grave, y preguntan, y se estimula su curiosidad, para tener quizá ocasión para volver a los mismos temas”. Los desterrados se complacían en conjeturar “lo que hubiera sido” si Lavalle y La Madrid hubieran combatido unidos, entre otras hipótesis contrafácticas. El niño asistía así a un “eterno revenir acerca de los mismos sucesos”. Que se reiteraban en la mesa a cada rato, porque “la conversación de la tarde se prolonga por la noche y es la misma al día siguiente”.
Dos sacerdotes
Se compartían las cartas, que llegaban “bajo cubierta” (es decir a nombre de otras personas) para evitar la censura federal en la frontera. Por esas misivas, leídas y releídas, se alegraban ante las noticias de nacimientos y de bodas, como se entristecían al enterarse de las muertes en la familia. Entre tanta gente adulta que vio entrar y salir de su casa de Tupiza, el niño Avellaneda recordaba a dos eclesiásticos tucumanos: los doctores José Eusebio Colombres, el futuro obispo, y Lucas Córdoba, antiguo cura de Monteros, “sacerdote de dulce y piadosa memoria”.
Guardaba indeleble la imagen de los venerables viejos. Colombres era “sota cura” de Libi-Libi, villorio situado en una hondonada, entre altas montañas. “Bajaba de vez en cuando a Tupiza para sentir sobre su cuerpo entumecido un rayo de sol; y lo recibía el doctor Córdoba, en su pequeño cuarto, haciéndolo sentar sobre un montón de arena, donde este trazaba los caracteres del alfabeto, para enseñar a leer a los hijos de los emigrados”. Así aprendió las primeras letras quien sería uno de nuestros grandes escritores.
El cometa
El niño no entendía de política ni de guerras. Pero se sentía unido a esos hombres que habían sido amigos y partidarios de su padre. Lo impregnaba profundamente el clima de tristeza que reinaba en torno suyo, con la madre y los abuelos enlutados y sin consuelo.
Según los recuerdos de Eduardo Wilde –nacido en Tupiza, a causa del exilio de sus padres- los chicos jugaban en las calles a una especie de rayuela, conocida como “la tucuna”. También, a “los chuncululos”, que consistía en armar ejércitos alineados en miniatura, donde los huesos de corderos servían de soldados. A veces, se acercaban al único “palacio” del pueblo, donde un enigmático noble tenía medio centenar de camellos, criados en su estancia de Oploca.
Un día, apareció en el cielo un cometa. La gente se agolpó en la plaza de Tupiza para contemplarlo. En un momento dado pareció que se desprendía un fragmento de su cola. “Es un buen pronóstico” dijo alguien. Narra Avellaneda que “otro lo comprendió rápidamente y ya dijo con claridad: ‘es la caída de Rosas’. ¡La caída de Rosas! El anuncio ya no venía de los hombres sino de Dios. La voz corrió entre los hombres y había algunos sensatos y graves; llegó hasta las mujeres y se despertó a los niños, que tuvieron esa noche fiebre, para anunciarles la buena nueva”.
Vuelta a Tucumán
Posiblemente era el mismo cometa que se divisó en Montevideo en marzo de 1843. Con la diferencia de que allí, a los emigrados les pareció que “anunciaba calamidades de las que convenía escapar”…
Entretanto, en Tucumán, las cosas empezaban a calmarse. Oribe se había alejado con su ejército, dejando el recuerdo de sus degüellos sumado a un último acto de crueldad: elegir para alojamiento, precisamente, la casa de don José Manuel Silva, suegro del hombre que había hecho decapitar en Metán.
En el gobierno quedó instalado el general Celedonio Gutiérrez. No quería problemas con nadie: lo había amansado el casamiento de su hija Zoila con el doctor Ezequiel Colombres, miembro de una familia de declarados antirrosistas. Pronto quedó claro que quienes no pusieron obstáculos al orden rosista, nada tendrían que temer de su gobierno. Y poco a poco fue autorizando el regreso de los exiliados unitarios. Así ocurrió con los Avellaneda, quienes retornaron a Tucumán hacia 1844.
Terminaban así los años duros de Nicolás y sus hermanos. Se instalaron en la casa del abuelo Silva (hoy Museo Avellaneda). Probablemente fue anotado en la escuelita de San Francisco, donde mucho mejoró aquel precario aprendizaje de Tupiza. En lo demás, la pasaría como todos los niños: juegos en la calle y los patios, entre mimos de las innumerables tías, bondadosas con estos chicos sin padre. Años después, recordando a esas parientas, Avellaneda encontraba “que muchas de mis peculiaridades íntimas se encuentran explicadas por lo que en ellas observo”.
La nueva etapa
A comienzos de 1850, en la diligencia, Nicolás Avellaneda partía rumbo a Córdoba para iniciar sus estudios universitarios. Iba en compañía de Benjamín y Manuel Fernando Paz, Manuel Zavaleta y Agustín Molina. Empezaba una nueva etapa. El niño exiliado de Tupiza se graduaría de abogado y, tras una breve vuelta a Tucumán, pasaría a Buenos Aires para doctorarse y luego ser –como sabemos- ministro y legislador provincial, ministro de la Nación, presidente de la República, senador nacional y rector de la Universidad porteña. Moriría a los 49 años, el 25 de noviembre de 1885, al regreso de un inútil viaje de curación a Europa.
Los sufrimientos de la niñez nunca lo convirtieron en un resentido, sino todo lo contrario. A pesar de ser hijo de un degollado, jamás firmó una sentencia de muerte y vivió conmutando penas de cárcel. Fueron sus características la actitud comprensiva y la constante apelación al diálogo. Su política de presidente se llamó, precisamente, la “Conciliación”.
Así, en homenaje a Avellaneda, bien pudo Silvano Bores decir que “el hombre que al bajar del puesto más elevado en el gobierno de su país, deja cerrada para las causas políticas esa senda del cadalso y del destierro que amargara los días tempranos de su niñez perseguida, merece vivir en el corazón de sus conciudadanos”.